La misa de fin de año o Misa de Escudos como le llamamos en Apóstoles, es más que una simple misa. Es donde, en primer lugar, agradecemos a Dios por todo lo que hicimos en el año y le pedimos que nos dé fuerzas y acompañe para el siguiente.
Es el encuentro de todos los grupos y familias en torno al altar, en torno a la Palabra y Eucaristía, nuestros dos grandes pilares.
En esta celebración (porque es eso) recordamos a todos los que estuvieron trabajando a lo largo del año que llega a su fin. Se entregan los escudos que, puestos en la banda de cada uno, representan el crecimiento espiritual que, como apóstoles de Cristo, hacemos y nos proponemos hacer cada año. Estos valoran el esfuerzo, la dedicación y amor a Dios y al prójimo que tenemos; y son también reflejo del crecimiento en las 4 áreas de Apóstoles: Formación, Espiritualidad, Apostolado y Animación. Es lindo ver cuando los chicos reciben escudos de las 4 áreas, porque nos muestra que el carisma nuestro sigue pasando a nuevas generaciones.
Por mi parte, este año, distinto a otros, quizás fue volver a comenzar en muchas actividades y áreas. Fue, desde mi lugar como coordinadora de keyfas, estar al lado de muchos, escuchar, consolar y animar a no bajar los brazos a pesar del cansancio o la sensación de no alcanzar las metas propuestas. Fue un año de oración, momento en el que se recargaban fuerzas para continuar. Fue un año de grandes desafíos, pero que también mostró cómo Dios, con Su Providencia Divina, va acomodando todo y que cuando las cosas no salen como esperamos, es porque Él tiene un plan mejor.
Me preguntaron: “¿Qué querés dejarles a los otros en Apóstoles?” Aunque suena repetitivo, el deseo de escuchar y meditar la Palabra, de amar y adorar la Eucaristía; quiero dejar la alegría de haberme encontrado con Cristo y las ganas de “No callar lo que he visto y oído”. Y, por último, recordando las palabras del Papá Francisco en Gaudete Exultate: “La vida cristiana es un combate permanente”. Por lo tanto, a modo de consejo, les digo a los que vienen después de mí (y me lo digo a mi misma) que nuestra meta, la santidad, no se logra de un día para el otro, sino viviendo en nuestro entorno cotidiano haciendo lo que Dios nos pide, cercano siempre a los sacramentos; y que, cuando el cansancio, los obstáculos, el mundo y sus cosas quieren que nos detengamos, miremos a María y a la Santísima Trinidad y pensemos “Esto vale la pena, cueste lo que cueste”.
Gracias a todos los que hacen posible que esta barca siga a flote. Gracias a los que son muelles donde uno puede volver para descansar. Gracias a todos los que son faro en los momentos de oscuridad. Gracias a Dios, por haberme elegido y por animarme, hace ya diez años, a decir “Aquí estoy Señor, que se haga Tu voluntad”.